Fuimos vecinos durante diez mil años. Nadie sabe con seguridad qué tal nos llevábamos -probablemente mal, muy mal-, pero durante esos cien siglos nuestros antepasados compartieron Europa con los neandertales, otros seres humanos tremendamente parecidos y tremendamente diferentes, según cómo se mire: la ciencia, de hecho, todavía no ha resuelto de manera definitiva si es más acertado contemplarlos como otra especie o como una rama distinta del Homo sapiens. Su tiempo de esplendor había arrancado hace unos 125.000 años y se extendió hasta hace 40.000, cuando llegaron a través de Oriente Próximo unos inmigrantes del sur, originarios de África, con facciones diferentes y otra tecnología: los cromañones, aquellos remotos abuelos nuestros, fueron ganando terreno mientras los neandertales iniciaban una decadencia que les llevó a desaparecer hace unos 30.000 años, de forma tajante y misteriosa. Uno de sus últimos refugios conocidos fue Gibraltar.
Desaparecieron hasta ahora, claro. El genetista George Church, de la Universidad de Harvard, ha puesto sobre la mesa un debate apasionante: no es que vaya a hacerse pasado mañana, como parecen apuntar algunas informaciones de los últimos días, pero los avances en el estudio de su genoma nos acercan ya a la posibilidad de clonar neandertales. Y Church insiste en que conviene entablar una «discusión tranquila» sobre las implicaciones que podría tener ese paso. La puerta abierta por el experto estadounidense invita también a fantasear: ¿con qué tipo de personas nos encontraríamos si los neandertales volviesen a ser nuestros vecinos? Nuestra idea de su apariencia está marcada por décadas de representaciones en las que aparecen semidesnudos, con un garrote en la mano y gesto de brutalidad o estupor, pero también viene de antiguo la corriente que relativiza ese estereotipo: ya en 1939, el antropólogo Carleton Coon -otro que dio clase en Harvard- dibujó a un neandertal con corbata, sombrero y el pelo bien cortado, como un oficinista cansado de camino a casa.
«Si vestimos a un neandertal con un traje actual, no sería fácil distinguirlo a menos que uno se fijase mucho. Si eres curioso, a lo mejor te llamaría la atención la forma de la cara, sobre todo de perfil, pero habría que fijarse expresamente. El cuerpo es más ancho, pero eso con ropa no se notaría demasiado, y aun sin ropa costaría: también hay individuos en nuestra especie con esas características», explica José María Bermúdez de Castro, uno de los tres codirectores del yacimiento de Atapuerca y coordinador del programa de Paleobiología del Centro Nacional de Investigación sobre la Evolución Humana. Seguro que los cromañones, menos preparados para la diversidad que nosotros, experimentaron un impacto mucho mayor al toparse con aquellos desconocidos de tez más clara que la suya, entre los que había rubios y pelirrojos. Los rasgos más destacados del neandertal son el toro supraorbitario -esos arcos sobre los ojos, a modo de visera de hueso-, cierta protuberancia en la parte posterior del cráneo, la frente aplanada, la nariz grande y la falta de barbilla, como si la zona central de la cara se hubiese proyectado hacia delante.
«Nos podríamos fijar en su extremada robustez, en su cabeza muy grande, los movimientos también serían distintos -enumera Eudald Carbonell, otro de los responsables del yacimiento burgalés y director del Instituto Catalán de Paleoecología Humana y Evolución Social-, pero en general, si no vamos a los extremos, se trata de una variabilidad que podemos encontrar en personas de nuestra especie». Su constitución anatómica, desde luego, no les impediría incorporarse con plenitud a la vida contemporánea: «Un neandertal normal -asegura Bermúdez de Castro- puede hacer lo mismo que nosotros: ponerse ante un ordenador, conducir un coche, usar maquinaria...».
Una especie moderna
Más complicado resulta pronunciarse de manera inequívoca sobre su capacidad intelectual: sabemos, por los cráneos, que su cerebro era igual de grande o mayor que el nuestro, pero para hacernos una idea de sus capacidades cognitivas hemos de recurrir a los vestigios de su actividad. Hacían fuego y lo mantenían encendido durante mucho tiempo, construían herramientas tan complejas como sus contemporáneos sapiens, utilizaban materiales como la madera y enterraban a sus muertos, pero de momento no se ha encontrado ninguna muestra de arte neandertal. Se asume, además, que disponían al menos de una forma rudimentaria de lenguaje. «Hace 30.000 años -sintetiza Carbonell-, las conductas de los neandertales y las nuestras eran similares. La configuración del espacio, de las formas de vivir, era igual. Hablamos de una especie moderna, no arcaica».
Incluso hay quienes se han lanzado a analizar su manera de ver la vida. En el libro 'How To Think Like A Neanderthal' ('Cómo pensar como un neandertal'), el antropólogo Thomas Wynn y el psicólogo Frederick Coolidge les atribuyen rasgos más o menos previsibles como el pragmatismo, el estoicismo o la resistencia al cambio, pero también se refieren a esa compasión que les llevaba a cuidar de los discapacitados de su familia o su comunidad, como el denominado 'tullido de Shanidar'. Los autores se atreven incluso a pronunciarse sobre los oficios más indicados para un neandertal criado en la sociedad contemporánea, como pescador, mecánico, médico o soldado. Más allá de ese ejercicio de especulación, ameno pero aventurado, Wynn y Coolidge se muestran convencidos de que «los neandertales eran tan similares a nosotros que deberíamos adoptar como punto de partida que no eran diferentes».
De hecho, nosotros también somos un poco neandertales. Esa contraposición clásica entre 'ellos' y 'nosotros', entre nuestros ancestros y sus vecinos distintos, exige una matización: un pequeño porcentaje del genoma del Homo sapiens eurasiático tiene origen neandertal, y eso se interpreta como una muestra de que hubo hibridación, es decir, parejas mixtas que forman parte de nuestro árbol genealógico. «No están totalmente extinguidos. En algunos de nosotros siguen viviendo un poquito», dice Svante Pääbo, el biólogo sueco que lidera la secuenciación del genoma neandertal. «Son unas gotas de agua en una piscina», compara Bermúdez de Castro. Algunos científicos proponen explicaciones alternativas, que se remontan al antecesor común de hace 500.000 años, y también hay voces que vuelven del revés el argumento, como el propio Eudald Carbonell: «Ese uno, dos o tres por ciento de material genético es más bien la prueba de que prácticamente no hubo contacto», valora.
En cualquier caso, por mucho que en algún momento se produjese roce íntimo entre miembros de las dos especies, da un poco de miedo pensar cómo podría ser la convivencia con unos neandertales 'resucitados' por los científicos: «Tendríamos que alcanzar una conciencia de especie que aún no tenemos -comenta Carbonell-. Me acuerdo de cuando leía 'Hazañas bélicas' y los americanos llamaban a los japoneses 'monos amarillos', y hoy sigue habiendo confrontación en nuestra especie y nos discriminamos por los ojos más rasgados o el color de la piel. ¿Qué pasaría con los neandertales?».
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