“Cómo me estoy poniendo”, le comenta un amigo a otro. “Tengo hambre todo el rato y no puedo parar de comer”. Todos hemos participado en conversaciones similares. Le damos la razón a nuestro amigo y reconocemos que a nosotros nos pasa lo mismo. Ganar peso es algo tan propio del invierno como la ola de frío, la Navidad o las castañas pero, ¿por qué ocurre?
Hay muchas razones que explican la tendencia que tenemos a ganar peso en los meses más fríos. Es cierto que hay razones sociológicas (en invierno hay un mayor número de “eventos” donde comemos más de la cuenta) y psicológicas (estamos más tiempo encerrados en casa, lo que puede despertar la ansiedad, y con ello la ingesta de comida “por aburrimiento”) pero son de menor importancia si las comparamos con las de origen biológico.
En la actualidad llevamos un tipo de vida que no se corresponde con aquello a lo que se adaptaron nuestros genes al nacer la especie. Este fenómeno se conoce como retraso genómico y, según algunos autores, es en parte responsable no sólo de la obesidad, sino también de la mayoría de enfermedades neurodegenerativas y cardiovasculares.
El hombre evolucionó siendo un depredador y, al igual que el resto de animales cazadores, tiene niveles altos de azúcar en sangre. Niveles que, además, tenían que ser más altos en invierno, cuando el gasto calórico era mayor debido al frío. El homo sapiens se acostumbró a esta situación y por ello necesitaba en invierno un mayor aporte de azúcar y alimentos ricos en almidón (carbohidratos); aporte que nuestras hormonas siguen demandado hoy en día, pese a que sea innecesario.
Ahora nadie tiene que correr detrás de una presa y pasamos el invierno en ambientes con temperaturas similares a las que tenemos en verano, pero nuestro cuerpo nos sigue pidiendo más calorías que en los meses calurosos. Siendo así no es de extrañar que reventemos la báscula, pero podemos revertir la tendencia si conocemos los mecanismos biológicos que nos conducen a esta situación.
Bajan nuestros niveles de serotonina, y nos pirra el dulce
La serotonina en un neurotransmisor responsable, entre otras cosas, de regular la temperatura corporal y el apetito. Sus niveles son más bajos en invierno, ya que su secreción se regula en función de los ciclos de día y de noche: cuanto más largas son las noches, menos serotonina se produce. Como la serotonina influye en nuestro ánimo –nos sentimos mejor cuando sus niveles son altos– buscamos que aumente la secreción de ésta, algo que no sólo consigue la luz del sol, sino también la insulina: por eso nos entran ganas de consumir dulces y carbohidratos, que aceleran la secreción de ésta. Se trata, además, de un círculo vicioso, cuanta más insulina segregamos, más azúcar y alimentos ricos en almidón queremos consumir. Y así no hay quien pierda peso.
La única manera de revertir esta situación es, lógicamente, comer menos dulces y cereales, algo que puede lograrse si tenemos una dieta más centrada en la proteína, aunque no sea necesario caer en el extremo de los regímenes hiperprotéicos como las célebres dietas Atkins y Dukan. En cualquier caso, lo que tenemos que tener claro es que, aunque nuestro cuerpo nos lo pida, no hay ninguna razón para aumentar nuestra ingesta de calorías en invierno.
Suben nuestros niveles de melatonina, y estamos más cansados
La melatonina es una hormona que sintetiza la serotonina y cuyas concentraciones varían de acuerdo a los ciclos solares. Pero, al contrario que la serotonina, cuanta menos luz tienen los días, más melatonina segregamos. Se trata de una sustancia fundamental en la regulación de nuestro reloj biológico y es la principal responsable de la pereza que nos invade en los días más oscuros. La correcta secreción de melatonina es requisito indispensable para dormir correctamente, y los trastornos en su producción suelen provocar problemas de sueño, pero también hace que seamos menos activos en invierno y, por tanto, consumamos menos calorías.
Algunos investigadores creen, además, que la melatonina juega un importante papel en el control del apetito, que varía en función de las especies. Según esta teoría, un mayor nivel de melatonina hace que tengamos más hambre.
El aumento de la melatonina no sólo podría hacer que comamos más, además fomenta el sedentarismo, pues estamos más cansados y somos menos propensos a realizar cualquier tipo de actividad física. Por lo tanto, aunque nos cueste más, si no queremos ganar peso en invierno tenemos que obligarnos a ser más activos y, dado que la mayor parte de los trabajos son sedentarios, no nos queda otra que practicar algún deporte.
Tenemos menos vitamina D, que se obtiene tomando el sol
Aunque la vitamina D está presente en algunos alimentos (como los pescados grasos, el marisco, el huevo o los lácteos), se genera, al menos en un 90%, cuando tomamos el sol, por lo que sus niveles suelen ser inferiores en invierno, algo que no ayuda a mantener la línea. Esta vitamina ha sido la gran olvidada de los estudios sobre nutrición, pero en los últimos años ha protagonizado cientos de artículos científicos. Según varias de estas investigaciones, un nivel bajo de vitamina D podría estar directamente relacionado con la obesidad (además de otros trastornos como la diabetes y las enfermedades cardiovasculares), una asociación que debería preocuparnos especialmente en invierno.
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